miércoles

JUNG: ESTADIO INTERMEDIO DE LA INDIVIDUACIÓN


No hay mejor medio de intensificar el preciado sentimiento de individualidad que la posesión de un secreto que el individuo está comprometido a guardar. En el comienzo mismo de las estructuras sociales se revela el anhelo de organizaciones secretas. Cuando no existen realmente secretos válidos, se fraguan o se inventan misterios a los cuales se admite a iniciados privilegiados. Tal fue el caso con los Rosacruces y muchas otras sociedades. Entre estos pseudo-secretos existen, irónicamente, verdaderos secretos acerca de los cuales los iniciados están enteramente ignorantes -como, por ejemplo, en aquellas sociedades que se apropiaron de su "secreto" principalmente de la tradición alquímica.



La necesidad de una reserva ostentosa es de vital importancia en el nivel primitivo, ya que el secreto compartido sirve como vínculo que aglutina a la tribu. Los secretos a nivel tribal constituyen una compensación útil para la falta de cohesión en la personalidad individual, la cual está constantemente recayendo en la identidad original inconsciente con otros miembros del grupo. El logro de la meta humana: un individuo consciente de su propia y peculiar naturaleza, deviene así en un proceso educativo largo y casi sin esperanza. Porque aun aquellos individuos cuya iniciación a ciertos secretos los ha diferenciado de alguna manera están fundamentalmente obedeciendo las leyes de identidad de grupo, aunque en este caso el grupo es uno socialmente diferenciado.

La sociedad secreta es un estadio intermedio en el camino a la individuación. El individuo está aún atenido a una organización colectiva que efectúa la diferenciación por él; esto es, no ha reconocido todavía que es realmente tarea del propio individuo el diferenciarse de todos los demás y apoyarse sobre sus propios pies. Todas las identidades colectivas, tales como la membresía en organizaciones, el respaldo de "ismos", y demás, interfieren con el cumplimiento de ese objetivo. Tales identidades colectivas son muletas para los lisiados, escudos para los tímidos, lechos para los holgazanes, enfermerías para los irresponsables; pero son igualmente refugio para los pobres y débiles, un puerto familiar para los náufragos, el seno de una familia para huérfanos, tierra de promisión para errantes desilusionados y peregrinos fatigados, un rebaño y un seguro redil para ovejas extraviadas, y una madre proveedora de nutrición y crecimiento. Sería, por tanto, equivocado considerar este estadio intermedio como una trampa; al contrario, por mucho tiempo por venir representará la única forma posible de existencia para el individuo, amenazado -hoy más que nunca- por el anonimato. La organización colectiva es tan esencial hoy por hoy que muchos la consideran, con cierta justificación, como la meta final; por cuanto exigir pasos adicionales en el camino hacia la autonomía parece como arrogancia o inflación, ilusión sin límite o simple locura.

Sin embargo, puede pasar que por suficientes razones un hombre sienta que debe emprender por propio pie el camino hacia ámbitos más amplios. Puede ocurrir que en ninguna de las vestiduras, figuras, formas, modos y maneras de vida que se le han ofrecido él encuentre lo que le es peculiarmente necesario. Él irá solo y será su propia compañía. Servirá como su propio grupo, consistente en una variedad de opiniones y tendencias, que no marcharán necesariamente en la misma dirección. De hecho, estará en conflicto consigo mismo y encontrará gran dificultad en unir la propia multiplicidad con el propósito de una acción común. Aun si se encuentra exteriormente protegido por las formas sociales del estadio intermedio, no tendrá defensa ante la multiplicidad interior. La desunión dentro de sí puede hacerlo desistir, para recaer en la identificación con lo que le rodea.

Como el iniciado de una sociedad secreta, que se ha liberado del colectivo indiferenciado, el individuo en su senda solitaria necesita un secreto que, por variadas razones, no debe o no puede revelar. Tal secreto lo refuerza en el aislamiento de sus metas individuales. Muchos individuos no pueden soportar este aislamiento. Ellos son los neuróticos, que necesariamente juegan al escondite tanto con los demás como consigo mismos, sin ser capaces de tomar seriamente el juego. Como regla general terminan abandonando su meta individual ante su necesidad vehemente de conformar con el colectivo -un proceder que fomentan todas las opiniones, creencias e ideales de su entorno. Más aún, ningún argumento racional prevalece en contra de ese entorno. Sólo un secreto que el individuo no pueda traicionar -aquel que teme confesar, o aquel que no puede formular en palabras y el cual parece pertenecer entonces a la categoría de ideas extravagantes o locas- puede prevenir la regresión, inevitable de otra manera.

La necesidad de un tal secreto es, en muchos casos, tan dominante que el individuo se encuentra a sí mismo envuelto en ideas y acciones de las cuales ya no es responsable. Él no está siendo motivado por el capricho ni la arrogancia, sino por una dira necessitas que él mismo no puede comprender. Esta necesidad le sobreviene con salvaje fatalidad, y probablemente por primera vez en su vida le muestra ad oculos la presencia de algo ajeno y más poderoso que él en su dominio más personal, donde creía ser el amo …. Pero cualquiera que intente ambas cosas: adaptarse a su grupo y a la vez perseguir su meta individual, se hace neurótico …

Por tanto, el hombre que, impulsado por su daimon, da un paso más allá de los límites del estadio intermedio realmente entra en "las regiones no holladas ni transitables", donde no hay caminos marcados y ningún refugio extiende una cubierta protectora sobre su cabeza". (pp.342-344)

Traducción libre de Luis E. Galdona

domingo

PESSOA: El Libro del Desasosiego (1)

Cuando nació la generación a la que pertenezco, encontró al mundo desprovisto de apoyos para quien tuviera cerebro, y al mismo tiempo corazón. El trabajo destructivo de las generaciones anteriores había hecho que el mundo para el que nacimos no tuviese seguridad en el orden religioso, apoyo que ofrecernos en el orden moral, tranquilidad que darnos en el orden político. Nacimos ya en plena angustia metafísica, en plena angustia moral, en pleno desasosiego político. Ebrias de las fórmulas exteriores, de los meros procesos de la razón y de la ciencia, las generaciones que nos precedieron derrocaron todos los fundamentos de la fe cristiana, porque su crítica bíblica, ascendiendo de la crítica de los textos a la crítica mitológica, redujo los evangelios y la anterior hierografía de los judíos a un montón dudoso de mitos, de leyendas y de mera literatura; y su crítica científica señaló gradualmente los errores, las ingenuidades salvajes de la «ciencia» primitiva de los evangelios; y, al mismo tiempo, la libertad de discusión, que sacó a pública discusión todos los problemas metafísicos, arrastró con ellos a los problemas religiosos donde perteneciesen a la metafísica. Ebrias de algo dudoso, a lo que llamaron «positividad», esas generaciones criticaron toda la moral, escudriñaron todas las reglas de vida, y de tal choque de doctrinas sólo quedó la seguridad de ninguna, y el dolor de no existir esa seguridad. Una sociedad indisciplinada así en sus fundamentos culturales no podía, evidentemente, ser otra cosa que víctima, en la política, de esa indisciplina; y así fue como despertamos a un mundo ávido de novedades sociales, y que con alegría iba a la conquista de una libertad que no sabía lo que era, de un progreso que nunca definió.

Pero el criticismo ordinario de nuestros padres, si nos legó la imposibilidad de ser cristianos, no nos legó el contentamiento con que la tuviésemos; si nos legó la incredulidad en las fórmulas morales establecidas, no nos legó la indiferencia ante la moral y las reglas de vivir humanamente; si dejó dudoso el problema político, no dejó indiferente a nuestro espíritu ante cómo se resolvería ese problema. Nuestros padres destruyeron alegremente porque vivían en una época que todavía tenía reflejos de la solidez del pasado. Era aquello mismo que destruían lo que prestaba fuerza a la sociedad para que pudiesen destruir sin sentir agrietarse al edificio. Nosotros heredamos la destrucción y sus resultados.

En la vida de hoy, el mundo sólo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados. El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy con los mismos procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperexcitación.



4


Pertenezco a una generación que ha heredado la incredulidad en la fe cristiana y que ha creado en sí una incredulidad de todas las demás fes. Nuestros padres tenían todavía el impulso creyente, que transferían del cristianismo a otras formas de ilusión. Unos eran entusiastas de la igualdad social, otros eran enamorados sólo de la belleza, otros depositaban fe en la ciencia y en sus provechos, y había otros que, más cristianos todavía, iban a buscar a Orientes y Occidentes otras formas religiosas con que entretener la conciencia, sin ella hueca, de meramente vivir.

Todo esto lo perdimos nosotros, de todas estas consolaciones nacimos huérfanos. Cada civilización sigue la línea íntima de una religión que la representa: pasar a otras religiones es perder ésta y, por fin, perderlas a todas.

Nosotros perdimos ésta, y también las otras.

Nos quedamos, pues, cada uno entregado a sí mismo, en la desolación de sentirse vivir. Un barco parece ser un objeto cuyo fin es navegar; pero su fin no es navegar, sino llegar a un puerto. Nosotros nos encontramos navegando, sin la idea del puerto al que deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa, la formula aventurera de los argonautas: navegar es preciso, vivir no es preciso.

Sin ilusiones, vivimos apenas del sueño, que es la ilusión de quien no puede tener ilusiones. Viviendo de nosotros mismos nos disminuimos, porque el hombre completo es el hombre que se ignora. Sin fe, no tenemos esperanza, y sin esperanza no tenemos propiamente vida. No teniendo una idea del futuro, tampoco tenemos una idea de hoy, porque el hoy, para el hombre de acción, no es sino un prólogo del futuro. La energía para luchar nació muerta con nosotros, porque nosotros nacimos sin el entusiasmo de la lucha.


Unos de nosotros se estancaron en la conquista necia de lo cotidiano, ordinarios y bajos buscando el pan de cada día, y queriendo obtenerlo sin trabajo sentido, sin la conciencia del esfuerzo, sin la nobleza de la consecución.


Otros, de mejor estirpe, nos abstuvimos de la cosa pública, nada queriendo y nada deseando, e intentando llevar hasta el calvario del olvido la cruz de existir simplemente. Imposible esfuerzo en quien no tiene, como el portador de la Cruz, un origen divino en la conciencia.


Otros se entregaron, atareados por fuera del alma, al culto de la confusión y del ruido, creyendo vivir cuando se oían, creyendo amar cuando chocaban contra las exterioridades del amor. Vivir, nos dolía, porque sabíamos que estábamos vivos: morir, no nos aterraba, porque habíamos perdido la noción normal de la muerte.







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Pero otros, Raza del Final, límite espiritual de la Hora Muerta, no tuvieron el valor de la negación y el asilo en sí mismos. Lo que vivieron fue en la negación, en el desconocimiento y en el desconsuelo. Pero lo vivimos desde dentro, sin gestos, encerrados siempre, por lo menos en el género de vida, entre las cuatro paredes del cuarto y los cuatro muros de no saber ha
cer.

viernes

CORTÁZAR: FIN DEL MUNDO DEL FIN

Como los escribas continuarán, los pocos lectores que
en el mundo había van a cambiar de oficio y se pondrán
también de escribas. Cada vez más los países serán de
escribas y de fábricas de papel y tinta, los escribas de
día y las máquinas de noche para imprimir el trabajo de
los escribas. Primero las bibliotecas desbordarán de las
casas, entonces las municipalidades deciden (ya estamos
en la cosa) sacrificar los terrenos de juegos infantiles
para ampliar las bibliotecas. Después ceden los teatros,
las maternidades, los mataderos, las cantinas, los
hospitales. Los pobres aprovechan los libros como ladrillos,
los pegan con cemento y hacen paredes de libros y
viven en cabañas de libros. Entonces pasa que los libros
rebasan las ciudades y entran en los campos, van aplastando
los trigales y los campos de girasol, apenas si la
dirección de vialidad consigue que las rutas queden despejadas
entre dos altísimas paredes de libros. A veces
una pared cede y hay espantosas catástrofes automovilísticas.
Los escribas trabajan sin tregua porque la hu manidad respeta 
las vocaciones, y los impresores llegan
ya a orillas del mar. El presidente de la república habla
por teléfono con los presidentes de las repúblicas, y propone
inteligentemente precipitar al mar el sobrante de
libros, lo cual se cumple al mismo tiempo en todas las
costas del mundo. Así los escribas siberianos ven sus impresos
precipitados al mar glacial, y los escribas indonesios
etcétera. Esto permite a los escribas aumentar su
producción, porque en la tierra vuelve a haber espacio
para almacenar sus libros. No piensan que el mar tiene
fondo, y que en el fondo del mar empiezan a amontonarse
los impresos, primero en forma de pasta aglutinante,
después en forma de pasta consolidante, y por fin como
un piso resistente aunque viscoso que sube diariamente
algunos metros y que terminará por llegar a la superficie.
Entonces muchas aguas invaden muchas tierras, se
produce una nueva distribución de continentes y océanos,
y presidentes de diversas repúblicas son sustituidos
por lagos y penínsulas, presidentes de otras repúblicas
ven abrirse inmensos territorios a sus ambiciones, etcétera.
El agua marina, puesta con tanta violencia a expandirse,
se evapora más que antes, o busca reposo mezclándose
con los impresos para formar la pasta aglutinante,
al punto que un día los capitanes de los barcos de
las grandes rutas advierten que los barcos avanzan lentamente,
de treinta nudos bajan a veinte, a quince, y los
motores jadean y las hélices se deforman. Por fin todos
los barcos se detienen en distintos puntos de los mares,
atrapados por la pasta, y los escribas del mundo entero
escriben millares de impresos explicando el fenómeno y
llenos de una gran alegría. Los presidentes y los capitanes
deciden convertir los barcos en islas y casinos, el público
va a pie sobre los mares de cartón a las islas y casinos
donde orquestas típicas y características amenizan
el ambiente climatizado y se baila hasta avanzadas horas
de la madrugada. Nuevos impresos se amontonan a
orillas del mar, pero es imposible meterlos en la pasta,
y así crecen murallas de impresos y nacen montañas a
orillas de los antiguos mares. Los escribas comprenden
que las fábricas de papel y tinta van a quebrar, y escriben
con letra cada vez más menuda, aprovechando hasta
los rincones más imperceptibles de cada papel. Cuando
se termina la tinta escriben con lápiz etcétera; al terminarse
el papel escriben en tablas y baldosas, etcétera.
Empieza a difundirse la costumbre de intercalar un texto
en otro para aprovechar las entrelíneas, o se borra
con hojas de afeitar las letras impresas para usar de nuevo
el papel. Los escribas trabajan lentamente, pero su
número es tan inmenso que los impresos separan ya por
completo las tierras de los lechos de los antiguos mares.
En la tierra vive precariamente la raza de los escribas,
condenada a extinguirse, y en el mar están las islas y los
casinos o sea los transatlánticos donde se han refugiado
los presidentes de las repúblicas, y donde se celebran
grandes fiestas y se cambian mensajes de isla a isla,
de presidente a presidente, y de capitán a capitán.

( de Historias de Cronopios y de Famas, 1962)