Quien suponga que la "Edad Oscura" fue tinieblas y nada más, y que la aurora del siglo trece sólo fue plena luz de día, no encontrará pie ni cabeza en la historia humana de san Francisco. Lo cierto es que la alegría del Santo y de los juglares de Dios no fue sólo un despertar. Fue algo imposible de entender sin comprender su credo místico. El fin de la "Edad Oscura" no fue únicamente el fin de un sueño. En realidad de verdad, no fue el fin de una supersticiosa esclavitud solamente. Fue el fin de algo perteneciente a un orden de ideas perfectamente definido aunque totalmente distinto.
La "Edad Oscura" representaba el fin de una penitencia o, si se prefiere, de una purgación. Señaló el momento en que terminaba una cierta expiación espiritual y en que al fin se extirpaban del sistema ciertas dolencias espirituales. Se lo hacía a través de una era de ascetismo, único medio que podía curarlas. El cristianismo entró en el mundo para sanarlo y lo sanó de la única manera que era posible.
Observándolo de modo puramente externo y experimental, la elevada civilización de la antigüedad terminó en su totalidad al aprender una lección, a saber, al convertirse al cristianismo. Pero esta lección fue un hecho psicológico tanto como una fe teológica. Ciertamente la civilización pagana había alcanzado un nivel muy elevado. Nuestra tesis no se debilitará y tal vez hasta se robustezca si decimos que había llegado al grado más alto de cuantos la humanidad había logrado. Había descubierto las artes de la poesía y la representación plástica aún no rivalizadas, había descubierto sus propios y permanentes ideales políticos, había descubierto su propio y claro sistema de lógica y de lenguaje. Pero, por encima de todo, había descubierto su propio error.
El error era demasiado profundo para ser definido ideológicamente, en abreviatura, se lo puede definir como el culto de la naturaleza. Casi con igual razón se lo podría llamar el error de la naturalidad, lo que era, ciertamente, un error muy natural. Los griegos, esos grandes guías y pioneros de la antigüedad pagana, partieron de una idea maravillosamente simple y directa: la de que mientras el hombre avance por la gran vía de la razón y la naturaleza no cabe esperar daño alguno, sobre todo si es él tan destacadamente ilustrado e inteligente como los griegos. Si no fuera pedante diríamos que le bastaba al hombre seguir el olfato de su nariz siempre que se tratara de una nariz griega. Pero no hace falta más que los propios griegos para ilustrar la extraña pero cierta fatalidad que se sigue de esta falacia. Apenas se empeñan los griegos en seguir el olfato de su nariz y su noción de naturalidad, les acontece la cosa más singular de la historia. Demasiado singular para ser tema fácil de discusión. Notemos cómo nuestros más repelentes realistas nunca nos conceden a nosotros el beneficio de su realismo. Sus estudios de temas desagradables no toman nunca en cuenta el testimonio que de ellos se desprende en favor de las verdades de la moralidad tradicional. Pero si en verdad tuviéramos olfato para estas cosas, podríamos citar millares de ellas como partes de un alegato en favor de la moral cristiana. Y un ejemplo de esto nos lo da el hecho de que nadie haya escrito una verdadera historia moral de los griegos con esta orientación. Nadie se ha percatado del peso o singularidad de esta historia. Los hombres más sabios y prudentes del mundo se propusieron ser naturales, y lo primero que hicieron fue la cosa menos natural del mundo. El efecto inmediato de saludar al sol y de la soleada salud de la naturaleza fue una perversión que se extendió como la peste. Los más grandes y aun los más puros filósofos no pudieron librarse aparentemente de esta especie de locura de baja estofa. ¿Por qué? Al pueblo cuyos poetas concibieron a Helena de Troya y cuyos escultores labraron la Venus de Milo debe haberle parecido cosa sencilla mantenerse sano en este particular. Pero lo cierto es que quien adora la salud difícilmente pueda mantenerse sano. Cuando el hombre se empeña en seguir el camino recto anda cojeando. Cuando sigue el olfato de su nariz termina torciéndosela o aun quizás cortándosela en un rostro desfigurado, y esto ocurrirá en consonancia con algo más profundo en la naturaleza humana de cuanto son capaces de entender los adoradores de la misma. Hablando humanamente el descubrimiento de ese algo fue lo que constituyó la conversión al cristianismo. Hay una inclinación en el hombre como la hay en el juego de bolos, y el cristianismo fue el descubrimiento de la manera de corregir la perversa inclinación y acertar en el blanco. Muchos se sonreirán al oirlo, pero es profundamente cierto que la buena noticia que trajo el evangelio fue la nueva del pecado original.
Roma se levantó a contrapelo de sus maestros griegos porque nunca aceptó del todo que le enseñaran semejantes añagazas. Era dueña de una tradición doméstica mucho más decente; pero a la postre adoleció de la misma falacia en su tradición religiosa, que fue por fuerza y en no pequeña medida la tradición pagana del culto de la naturaleza. El problema de toda la tradición pagana se concentra en que en la vía al misticismo nada hallaron los hombres fuera de lo concerniente al misterio de fuerzas innombrables de la naturaleza tales como el sexo, la generación y la muerte. También en el Imperio Romano, ya mucho antes de su fin, encontramos que el culto a la naturaleza produce inevitablemente cosas contra natura. Se han convertido en proverbiales casos como el de Nerón cuando el sadismo se asentaba, imprudente, en el trono a plena luz. Pero la verdad a que me refiero es algo mucho más sutil y universal que un convencional catálogo de atrocidades. Lo que le aconteció a la imaginación humana en su conjunto fue que el mundo se iba tiñendo de peligrosas pasiones en rápida descomposición: de pasiones naturales que se convertían en pasiones contra natura. Así, al tratar la sexualidad como si sólo fuera cosa natural produjo el efecto de que el resto de las cosas inocentes y naturales se embebiesen y saturasen de sexo. Porque a la sexualidad no se la puede tratar simplemente en pie de igualdad con emociones elementales o experiencias como el comer y el dormir. Tan luego como el sexo deja de ser siervo se convierte en tirano. Hay algo peligroso y desproporcionado en el lugar que el sexo ocupa en la naturaleza humana, y no cabe duda de que el sexo necesita purificación y especial cuidado. La charlatanería moderna sobre que el sexo es igual a los demás sentidos y sobre el cuerpo bello como la flor o el árbol o es una descripción del paraíso terrenal o un fragmento de pésima psicología, de la que el mundo se cansó hace ya dos mil años.
Empero, no se confunda lo dicho con mero sensacionalismo puritano acerca de la perversidad del mundo pagano. Lo que aquí proponemos más que decir cuán perverso era el mundo pagano señala que era éste lo bastante bueno como para percatarse de que su paganismo se estaba pervirtiendo o, mejor dicho, que se hallaba en el camino lógico de la perversión. Quiero decir que la "magia natural" no tenía porvenir alguno; profundizar en ella no era sino obscurecerla hasta hacerla magia negra. No tenía futuro alguno porque en lo pasado sólo fue inocente por ser joven. Podríamos decir que fue inocente sólo porque era superficial. Los paganos eran más sabios que el paganismo; por esto se hicieron cristianos. Muchos de ellos poseían una filosofía, virtudes familiares y honor militar en que afirmarse para no caer; pero por aquél entonces esa cosa puramente popular que llamamos religión ya lo arrastraba por la pendiente. Y cuando contra el mal se acepta una reacción semejante no es equivocado suponer que esto representaba un mal que estaba por doquier. En un sentido distinto y más literal su nombre era Pan.
No es metáfora decir que esas gentes necesitaban un cielo nuevo y una tierra nueva, porque hablan profanado la propia tierra y aun el propio cielo. ¿Cómo podían resolver su problema mirando el cielo cuyas estrellas desplegaban leyendas eróticas? ¿Cómo podían aprender algo del amor de los pájaros y las flores después de las historias de amor que de ellos se contaban? No podemos multiplicar aquí las evidencias, y un pequeño ejemplo habrá de suplirlas. Todos conocemos la naturaleza de las asociaciones sentimentales que despierta en nosotros la palabra "jardín" y cómo muchas veces nos trae a la memoria recuerdos de romances melancólicos e inocentes o, con igual frecuencia, el de una graciosa doncella o un bondadoso y anciano sacerdote modelado a la sombra de un vallado de tejos, a la vista quizá de un campanario pueblerino. Y luego quien conozca un poco de poesía latina invagine súbitamente lo que un tiempo se alzó, obsceno y monstruoso, en el sitio de la puesta del sol o en el lugar de la fuente y recuerde de qué condición fue el dios de los jardines.
Nada podía purgar semejante obsesión sino una religión que literalmente no fuera terrena. No cuadraba decir a tales gentes que disfrutaran de una religión poblada de estrellas y flores; ni una flor ni una estrella siquiera existían que no hubieran sido mancillados. Los hombres tenían que marchar al desierto para no encontrar flores o aun al fondo de las cavernas para no ver estrellas. En este desierto y en esas cavernas penetró el más alto intelecto humano cosa de cuatro siglos, y fue esto lo más cuerdo que pudo hacer. Para la salvación de ese mundo nada restaba sino lo francamente sobrenatural; si Dios no podía salvarle, no podrían ciertamente hacerlo los dioses. La Iglesia primitiva llamó demonios a los dioses del paganismo y tuvo razón. Sea la que fuere la relación que en los principios tuvieron quizás los dioses con una religión natural, en aquellos santuarios vacíos nada moraba ahora sino demonios. Pan ya no era más que pánico. Venus ya no era más que vicio venéreo. No pretendo decir por manera alguna, qué duda cabe, que todos los paganos individualmente tuvieran estos rasgos ni siquiera hacia el final del paganismo, pero de ellos se apartaban como individuos. Nada distingue tan claramente al paganismo del cristianismo como el hecho de que ese algo que llamamos filosofía tuviera poco o nada que ver con ese algo social que llamamos religión. De todas maneras, no cabía esperar provecho alguno de predicar una religión natural a gente para quien la naturaleza se habla convertido en tan poco natural como cualquier religión. Sabían ellos mucho mejor que nosotros sus propios males y la suerte de demonios que les tentaban y atormentaban a un tiempo, y escribieron el siguiente texto encima de este dilatado espacio de la historia: "Esta suerte (de demonios) no se echa sino con la oración y el ayuno".
G.K. Chesterton, San Francisco de Asís.